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Los Pilares de los Reyes

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Frodo miraba hacia adelante y de pronto vio dos rocas que se acercaban desde lejos: parecían dos grandes pináculos o pilares de piedra. Altas, verticales, amenazadoras, se erguían a ambos lados del río. Una estrecha abertura apareció entre ellas, y el río arrastró hacia allí las barcas.
-¡Mirad los Argonath, los Pilares de los Reyes! - gritó Aragorn-. Los cruzaremos pronto. ¡Mantened las barcas en fila y tan apartadas como sea posible! ¡Siempre por el medio de la corriente!
Frodo, arrastrado por las aguas, sintió que las dos torres se adelantaban a recibirlo. Eran unas formas gigantescas, vastas figuras grises, mudas pero peligrosas. En seguida vio que los pilares eran en verdad unas tallas enormes, que el arte y los antiguos poderes habían trabajado en ellos y que a pesar de los soles y las lluvias de años olvidados todavía seguían siendo unas poderosas imágenes. Sobre unos grandes pedestales apoyados en el fondo de las aguas se levantaban dos grandes reyes de piedra: los ojos velados bajo unas cejas hendidas aún miraban ceñudamente al norte. Los dos adelantaban la mano izquierda, mostrando la palma en un ademán de advertencia: en la mano derecha tenían una hacha y sobre la cabeza llevaban un casco y una corona desmoronados. Aún daban impresión de poder y majestad, guardianes silenciosos de un reino desaparecido hacía tiempo. Frodo se sintió invadido por un temor reverente y se encogió cerrando los ojos, sin atreverse a mirar mientras la barca se acercaba. Hasta Boromir inclinó la cabeza cuando las embarcaciones pasaron en un torbellino, como hojitas frágiles y voladizas, a la sombra permanente de los centinelas de Númenor. Así cruzaron la abertura oscura de las Puertas.