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Camino de Isengard
El camino se hundía entre terrazas y barrancas verdes cada vez más altas, hasta la orilla del río, para volver a subir en la otra margen. Tres hileras de piedras planas y escalonadas atravesaban la corriente y entre ellas corrían los vados para los caballos, que desde ambas riberas llegaban a un islote desnudo en el centro del río. Extraño les pareció el cruce cuando lo vieron de cerca: en los Vados siempre había remolinos, el agua canturreaba entre las piedras. Ahora estaba quieta y en silencio. En los lechos, casi secos, asomaban los cantos rodados y la arena gris.
-Qué sitio tan desolado -dijo Eomer-. ¿Qué mal aqueja a este río? Muchas cosas hermosas ha estropeado Saruman: ¿habrá destruido también los manantiales del Isen?
-Así parece -dijo Gandalf.
-¡Ay! - dijo Théoden -. ¿Es preciso que crucemos por aquí, donde las bestias de rapiña han devorado a tantos jinetes de la Marca?
-Este es nuestro camino -dijo Gandalf-. Cruel es la pérdida de vuestros hombres, pero veréis que al menos no los devorarán los lobos de las montarías. Es con sus amigos, los orcos, con quienes se ceban en sus festines; así entienden la amistad los de su especie. ¡Seguidme!