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El Retorno de Gandalf
El viejo era demasiado rápido. Se incorporó de un salto y se encaramó en una roca. Allí esperó, de pie, de pronto muy alto, dominándolos. Había dejado caer la capucha y los harapos grises y ahora la vestidura blanca centelleaba. Levantó la vara y a Gimli el hacha se le desprendió de la mano y cayó resonando al suelo. La espada de Aragorn, inmóvil en la mano tiesa, se encendió con un fuego súbito. Legolas dio un grito y soltó una flecha que subió en el aire y se desvaneció en un estallido de llamas.
-¡Mithrandir! - gritó-. ¡Mithrandir!
-¡Feliz encuentro, te digo a ti otra vez, Legolas! -exclamó el viejo.
Todos tenían los ojos fijos en él. Los cabellos del vicio eran blancos como la nieve al sol; y las vestiduras eran blancas y resplandecientes; bajo las cejas espesas le brillaban los ojos, penetrantes como los rayos del sol; y había poder en aquellas manos. Asombrados, felices y temerosos, los compañeros estaban allí de pie y no sabían qué decir.