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El Olifante
-¡Cuidado! ¡Cuidado! - gritó Damrod a su compañero - ¡Ojalá el Valar lo desvíe! ¡Mûmak! ¡Mûmak!
Asombrado y aterrorizado, pero con una felicidad que nunca olvidaría, Sam vio una mole enorme que irrumpía por entre los árboles y se precipitaba como una tromba pendiente abajo. Grande como una casa, mucho más grande que una casa le pareció, una montaña gris en movimiento. El miedo y el asombro quizá la agrandaban a los ojos del hobbit, pero el Mûmak de Harad era en verdad una bestia de vastas proporciones, y ninguna que se le parezca se pasea en estos tiempos por la Tierra Media; y los congéneres que viven hoy no son más que una sombra de aquella corpulencia y aquella majestad. Y venía, corría en línea recta hacia los aterrorizados espectadores, y de pronto, justo a tiempo, se desvió, y pasó a pocos metros, estremeciendo la tierra: las patas grandes como árboles, las orejas enormes tendidas como velas, la larga trompa erguida como una serpiente lista para atacar, furibundos los ojillos rojos. Los colmillos retorcidos como cuernos estaban envueltos en bandas de oro y goteaban sangre. Los arreos de púrpura y oro le flotaban alrededor del cuerpo en desordenados andrajos. Sobre la grupa bamboleante llevaba las ruinas de lo que parecía ser una verdadera torre de guerra, destrozada en furiosa carrera a través de los bosques; y en lo alto, aferrado aún desesperadamente al pescuezo de la bestia, una figura diminuta, el cuerpo de un poderoso guerrero, un gigante entre los endrinos.