Entre la muchas ciencias de los Elfos no había lugar para la teologia. Conocían a los Valar como los guardianes del Mundo y regentes de las fuerzas de la naturaleza, incluso habían tenido encuentros personales con ellos. Pero la suprema deidad Ilúvatar (Quenya «Padre de Todos»; también Eru, «el Único»), creador del Mundo, cuyas intenciones son inescrutables, no era puesta en duda ni tampoco especialmente venerada.

Sólo entre los Hombres aparecieron los inicios de una religión y, en consecuencia, del ateísmo. En Númenor había un santuario (Meneltarma), donde se ofrecían sacrificios por las cosechas, y Sauron encontró allí, entre los Númenóreanos, a los seguidores de su mentira: Ilúvatar sólo era un fantama inventado por los Valar, que escondían tras esta voluntad sus intereses personales clasistas.

Ilúvatar, así lo imaginaban los Elfos, habita fuera del Mundo, cuyo destino ya ha previsto con todo detalle y en el que interviene muy rara vez. Puede convertir los pensamientos en formas acústicas y visuales («Visiones»), de las que a su vez hace surgir la realidad. Así ha creado a los Ainur y luego, con ellos, a Eä: «el Mundo que Es». Como divino monarca autócrata es comparable con la figura judeo cristiana de Jehová, aunque menos ansioso de una gloria propia. No acepta otros dioses a su lado, pero sí por debajo de él. No tiene ningún interés en un culto v sus criaturas le causan placer, porque son diferentes que él. Dispone de la Llama Imperecedera con la que les da vida propia para no tener que guiarlos y vigilarlos. Igual que un artista, se siente orgulloso de su obra y, en especial, de las sorpresas que contiene; en cada Edad suceden cosas nuevas e imprevistas, incluso para los Valar, porque no surgen de evoluciones anteriores.

Los Elfos y los Hombres son «los Hijos de Ilúvatar» e Ilúwatar otorgó a los Hombres el «don» de la muerte. Por esta causa sienten por él más temor que amor y dudan de la perfección de su obra.

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