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La Enseña del Árbol Blanco

por Pablo Ginés | Página 1 de 4

Rojas lenguas de fuego se alzan en las almenas. Jirones carmesíes agujerean la noche. Las antorchas tiñen de sangre los muros de la fortaleza. Las puertas están cerradas. El pueblo entero espera el momento, como esperan las aves innobles, aguardando que el moribundo perezca, que el último capitán se hunda en el silencio eterno, llevándose con él un pasado al que renuncian. Sopla una fría brisa desde las llanuras infinitas, un viento gélido que agita los estandartes. Son todos negros, pues la muerte es inminente; pero uno, en la torre más alta, ostenta además un árbol de plata, reluciente bajo la luna. Es un trapo viejo, tanto, que nadie recuerda la torre sin la enseña como no se pueden recordar las praderas sin hierba ni las montañas frías sin sus picos blancos. Y sin embargo, esa bandera venerable, ajada por el tiempo, envejecida en un servicio de nobleza sin par, sabe que sus horas están contadas. Mañana, cuando salga el sol, será arriada. Ondea, pues, enseña del Arbol Blanco, ondea y vela el sueño de los muertos. Cuando el espíritu de mi padre se eleve en la fría noche, tú serás su última visión del mundo. Tú, símbolo de un país que nunca conoció; tú, su esposa, su reina, su amante, su hermana... Despide al último señor de la Torre.


- ¡Saludos, Capitán Medohtar! Buena fortuna deseamos para vuestro hogar, y un hermoso futuro para vuestra hija.

¡Míralos! ¡Qué contentos estaban! Ya sabían que le quedaba poco. Entraron en el salón como un tropel de conquistadores, no como unos invitados. El olor de la carne en el fuego, el aroma del vino con especias se les antojaba ya de su propiedad. Lucían elegantes pieles, cuadros de colores, broches y pendientes, gruesos mostachos. El obeso Borghain, alcalde de la villa; el torvo Chormaic de fruncido ceño; Erchion, el vendedor de caballos; y el joven y ambicioso Nichaill, de mirada altiva y penetrante. Le veo entrar el último, su manto echado sobre un hombro. Mira ostentosamente la sala, mira las ricas copas que hemos guardado de generación en generación, se fija en Gilris, la espada de la familia, colgada sobre la chimenea, junto al alto yelmo plateado, que tanto he frotado para conseguir que brillara. Y finalmente me mira a mí, lentamente, como si sus ojos fueran capaces de absorberme y hacerme suya, como si fuera el más preciado tesoro de la sala, algo que guardar y poseer, algo de lo que jactarse, algo digno de ser encerrado por su hechura hermosa en una sala oscura, donde nadie más pueda verlo. Me mira y me sonríe, y veo la sonrisa del lobo; se inclina y me saluda; es un zorro al acecho de la presa. Quiere formar una camada y ambiciona la hembra del viejo y débil jefe; quiere ser el señor del cubil, y sólo necesita un poco de paciencia.

- Sed bien hallados en mi morada, y que las estrellas brillen a la hora de nuestro encuentro -dice mi padre con voz serena. -Mi hija y yo os deseamos una feliz velada. -

Me mira, quiere que diga algo. Es lo correcto y debo hacerlo. Musito el saludo en la vieja lengua, como me enseñó de niña. Sé que los invitados no comprenden las palabras, pero a mi padre no le importa eso. Sólo le importa que se haga lo correcto, que cumplamos con nuestro deber como siempre hemos hecho. Hay algunos apretones de mano, y entran los criados con las viandas que nos acompañarán. Borghain aplaude y se sienta a la mesa entre bromas, secundado por Erchion. Entonces se produce un forzado silencio. Mi padre y yo permanecemos en pie, altos, erguidos, mirando hacia el Oeste como siempre hemos hecho antes de las comidas. A través de la ventana vemos los últimos matices rojos sobre el horizonte. Los hombres del pueblo se agitan en sus asientos, incómodos. Sé lo que les sucede, conozco el torbellino de emociones que alberga su corazón. Nos miran con disimulado desdén. pero también con vergüenza; con rencor escondido, pero también con admiración; no comprenden ni recuerdan, ni quieren hacerlo, y por eso odian. Tampoco yo, pienso, comprendo ni recuerdo, pero no reniego de la herencia que se me ha transmitido. Soy la hija del Capitán.


La niña se lo preguntó una vez:

- Padre...

- ¿Sí, Elithil?

- ¿Dónde está mi madre?

- Murió, pequeña. Poco después de que tú nacieras.

- Era guapa, ¿verdad?

- Como una flor radiante en los valles profundos del norte, niña. Tenía los ojos verdes como tú, pero el cabello era rojo y largo. Ella siempre reía y cantaba muy bien.

- ¿Sabía montar a caballo, como yo?

- No, Elithil. Su gente no enseña a montar a las mujeres, y cuando se casó conmigo nunca quiso acercarse a un caballo. Le daban un poco de miedo.

- Pues me han dicho que las mujeres de los Norteños saben todas montar a caballo. - Ah, muchacha, eso es porque son un pueblo de jinetes.

- Y si pelearas con un Jinete, ¿quién ganaría, tú o él?

- Esa pregunta es un poco tonta, ¿no? Los Jinetes son nuestros amigos.

- ¿Y si pelearas con un trasgo?

- Bueno, entonces le diría: trasgo, este valle pertenece al Rey. ¡Vete de aquí o morirás! Y el trasgo diría: no, no me voy, ¡échame si puedes! Y yo: ¡pues claro que te echo! Y le atacaría con mi espada, que antes fue de mi abuelo, y antes del suyo, y el trasgo pararía un golpe con su escudo, pero dos no, porque le daría tan fuerte que se lo rompería y, al final, el pobre, feo y achaparrado bichejo saldría corriendo para salvar la vida.

- ¡Y tú le arrojarías tu cuchillo por la espalda!

- Nunca, eso no se puede hacer. Ni con un trasgo.

- ¿Ah, no?

- No. No somos bárbaros, Elithil, somos Hombres de Gondor.


- Noble Medohtar -dijo el sudoroso Borghain-, sois sin duda un anfitrión inigualable y vuestra cortesía es sólo pareja a la sabiduría que todos en el valle sabemos que poseéis. Es por esto que, sin duda, ya habréis pensado en el futuro.

- ¿El futuro, maese Borghain? -dijo mi padre sorbiendo apenas de su copa.

- Sí, Capitán... el tiempo pasa y... bueno, sois un hombre mayor, aunque aun vigoroso, qué duda cabe, pero... en fin, nadie vive eternamente y vos no tenéis descendencia.

- Está mi hija Elithil, aquí presente -señaló mi padre con tono tranquilo.

- Sí, sí, Capitán pero la bella Elithil, que nos deleita con su hermosura, es, como todos podemos ver y, sin duda, agradecer, una mujer, y la torre requiere un hombre que la gobierne -dijo Borghain, entre gestos de asentimiento de los otros comensales.

- El mando de la fortaleza ha recaído sobre mi familia generación tras generación durante casi setecientos años y considero que así debe seguir siendo.

- Pero eso es absurdo... - dijo Erchion. -¿Quién ha oído hablar de... de una mujer Capitana?

- Sin duda, amigo Erchion -irrumpió Nichaill con voz suave-, a lo que se refiere el anciano Medohtar es que alguien emparentado con su linaje debe gobernar el anillo, y la única forma es, creo yo, que ese alguien despose a la bella Elithil.

- Quizá eso sea cierto -dije yo, y todos atendieron a mis palabras, quizá asombrados de que osara participar en la conversación- pero, si así fuera, mío sería el derecho de escoger pretendiente, sin que nadie me presione en ningún sentido, excepto mi amado padre, cuyo consejo siempre escucho. Y sin embargo, no lo veo necesario, pues siendo yo hija de esta casa, cumplo todos los requisitos que durante veinticinco generaciones se han exigido, y me veo perfectamente capaz de gobernar el puesto.

- Pero... pero habrá una ley, un reglamento... -titubeó Borghain. -¿Qué tiene que decir a esto el Rey de los Jinetes?

- No tiene nada que decir -afirmó mi padre tajantemente. -La fortaleza, el valle y el anillo son responsabilidad mía, y propiedad de los Reyes de Gondor, cuyos Senescales gobiernan en su nombre desde la ciudad de Minas Tirith.

- Medohtar -habló el oscuro Chormaic, por vez primera desde que terminara la cena -sabéis perfectamente que no se ha recibido un mensaje de Minas Tirith desde los tiempos de vuestro abuelo.

- Eso es cierto -respondió el señor de la torre-, pero vos no lo sabéis por el vuestro, puesto que por aquel entonces vivía, como todos vuestros ancestros, en las laderas oscuras de las Tierras Brunas.

Un ramalazo de odio brilló en los ojos del interpelado.

- Sin embargo, mi casa es fértil y próspera, mientras la vuestra se agosta y declina, como el recuerdo de vuestros reyes y senescales, a quien ya nadie reconoce como señores.

Mi padre se puso en pie y alzó la voz como si hablara a un escuadrón de soldados:

-Yo los reconozco, y también mi hija, y así deberéis hacerlo vosotros, que vivís en este valle y sois sus súbditos o de lo contrario os declararé traidores a vuestro rey y enemigos de Gondor.

Chormaic empezó a incorporarse pero fue agarrado con fuerza por Nichaill, quien le hizo sentarse de nuevo.

- Anciano Medohtar -dijo-, nadie aquí pretende quebrantar ley alguna ni, desde luego, buscamos reavivar viejos odios. Vos no sois un recién llegado, como esos Jinetes de cabellos pajizos, sino un hombre respetado, descendiente de una antigua familia. Y vuestra hermosa hija tiene en sus venas sangre dunlendina, como todos sabemos, ligada a un poderoso clan del otro lado de las montañas. Los dunlendinos, nuestros parientes (y parientes vuestros también, Medohtar), no son enemigos de Gondor ni de esta casa y de hecho son buenos amigos de la gente del valle.

- Fijaos en mí -dijo Erchion. - Comercio con ellos continuamente, les vendo caballos y los trato con asiduidad. No son unos bárbaros incultos sino un pueblo aguerrido y noble que se ha visto agraviado en numerosas ocasiones por los Jinetes.

- ¡Vamos, Erchion! La guerra en los Vados del Isen es contínua, y no dudo de que os traten bien los dunlendinos puesto que siempre necesitan monturas para enfrentarse con los Jinetes. Yo no tengo como enemigo a nadie, sino a aquellos que no siendo vasallos de Gondor traten de hacer uso de la fortaleza para entrar o salir de Calenardhon. Y los dunlendinos no son vasallos de Gondor.

-Pero... ¿cómo podéis hablar así? -Borghain también se había alterado.- ¿Creéis tener un ejército a vuestro mando? ¿Cómo frenaríais un ataque si se produjera? Es absurdo.

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