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Ataque al Monte Aurth

por Wrolff de Wueden Thall | Página 1 de 5

Llegaron con el alba y establecieron un campamento frente a las puertas de Wueden Thall. Los habitantes de la ciudad los habían visto llegar en fila de a dos, marcando el paso rítmicamente, las pesadas botas hundiéndose en la tierra mojada de la mañana. Vestían unos sobretodos grises, del color de las montañas del norte. Capuchas holgadas les tapaban los rostros, dejando a la vista únicamente largas barbas trenzadas, suavemente ondulantes al son de la marcha del ejército. Iban tremendamente cargados, con unas mochilas aún más grandes que ellos, de las que sobresalían palas y azadones, picos y martillos, hachas y cuerdas y, a un costado, pesados escudos redondos cubiertos de escritura rúnica. No cantaban, no hablaban. Parecían sombras informes en la tenue luz del amanecer. Cuando estuvieron en la explanada frente a Wueden Thall formaron siete cuadrados perfectos, de diez hombres a cada lado.

Los habitantes de la ciudad, todos despiertos ya, encaramados a la empalizada, observaban maniobrar a los visitantes. Les habían dicho que no había peligro, que sólo estarían un día acampados frente a las puertas. Pensaron en lo que ocurriría si aquellas setecientas figuras cargaban contra la ciudad. Wueden Thall tenía unos tres mil habitantes, y era una de las poblaciones más septentrionales del Valle del Anduin. Estaba emplazada en una colina de pendiente suave, no lejos de uno de los riachuelos que, bajando de las Ered Wethrin, se dirigía raudo a su desembocadura en el joven Río Gris. Los habitantes eran Hombres de gran estatura. Gustaban de vestir pieles elegantemente convertidas en chalecos y abrigos, que les protegían del frío. Llevaban los cabellos dorados largos y sueltos, mientras que sus mujeres se lo recogían en trenzas. Los ojos eran oscuros o de ese azul tan claro que los Elfos llaman gris. Eran una raza aguerrida de norteños, guerreros valientes y gente de honor. Confiaban en la fuerza de sus brazos y en el filo de las grandes hachas para alejar el peligro. Su ciudad estaba, además, protegida por una muralla de madera con base de piedra, en la que podían hallar refugio las familias de cazadores y granjeros de los alrededores. Pero ahora, desde la empalizada, frente a aquellos cuadros grises que formaban en la explanada, muchos se preguntaban cuánto podría aguantar la ciudad contra un ejército tenaz y metódico como el que tenían enfrente.

Durante un instante todo estuvo quieto. Soplaba una leve brisa matutina, que agitaba ligeramente las barbas y los mantos grises. Se podía oír el piar de los pájaros en el cercano bosquecillo. El cálido aliento de los hombres formaba nubecillas en la mañana fría. Las figuras encapuchadas permanecían inmóbiles.

Entonces el sol asomó por las lomas del Este, extendiendo sus cabellos llameantes por la amplia llanura. Hebras luminosas acariciaron al ejército de la explanada, arrancando destellos plateados de los escudos y las herramientas. Una figura se adelantó y, alzando un enorme cuerno de metal, hizo resonar una nota grave y profunda. Al unísono, las capuchas y los mantos se echaron atrás, dejando que centenares de corazas relucientes cegaran los ojos de los Hombres de Wueden Thall. Era como si siete estrellas, despechadas por tener que ceder los cielos al astro diurno, hubieran descendido sobre la Tierra Media para mostrar su esplendor a los mortales. Eran siete piscinas de oro destelleante, surgidas de los ríos del interior de la tierra. El manto cegador de Arien, la doncella de los cuentos de los Elfos, cubrió los cuadros frente a la ciudad.

El portador del cuerno dio otra nota, grave y severa como la anterior. Siete estandartes se levantaron en el ejército, y sus portadores caminaron hacia las puertas. Detrás de cada abanderado, caminaba un Enano de gran tamaño, cubierto de metal de pies a cabeza. La entrada de Wueden Thall se abrió con un crujido de madera, y un grupo de norteños salieron a recibir la comitiva. Era ya hora de salir de dudas.

El anciano Vanfgrar observó atentamente a los Enanos que se acercaban. Los que seguían a los estandartes eran, sin duda, los jefes del ejército. Uno de ellos era al parecer muy anciano, y se acercaba lentamente, encorvado bajo el peso de su armadura. Su barba blanca rozaba casi el suelo. Otro era bastante joven, tal y como cuentan la edad los Enanos. Avanzaba con aspecto severo y la cabeza alta. Su barba era corta, pero su melena rojiza caía sobre las hombreras de la armadura. El líder parecía ser un Enano de barba oscura y cejas finas, que se acercaba con grandes zancadas.

Los abanderados llegaron primero y clavaron los estandartes. Luego se pusieron tras ellos, con las piernas abiertas firmemente asentadas. Los capitanes se detuvieron cada uno delante de su enseña. El anciano Vanfgrar inició los saludos:

- Bien hallados seáis, vosotros que llegáis con el sol, a la ciudad de Wueden Thall. Mi pueblo se alegra de recibiros y de negociar con vosotros.

- Bien hallado seas, honorable Vanfgrar de Wueden Thall -respondió el de las cejas finas.- Soy Svíarr, comandante de los Voluntarios Mineros de las Montañas Grises. Estos son mis jefes de khârz: Fithr, Virfir, Jófr, Hárrfíli, el joven Bítr y el venerable Falr.

Vanfgrar saludó inclinando ligeramente la cabeza. Vio que algunos miembros del consejo de la ciudad fruncían el ceño. No era para menos: setecientos Enanos llegaban a tus puertas y te dirigían la palabra sin una reverencia ni un "a vuestro servicio". Vanfgrar comprendió que aquellos Enanos no eran los mercaderes errantes que habían visitado esporádicamente la ciudad para vender, con adulaciones y servilismos, sus artesanías. Ya no eran miserables refugiados de las montañas, picando bajo tierra en busca de hierro y metales que cambiar por alimentos para el invierno. Algo había sucedido que había inflamado la cólera de aquel pueblo de exiliados. Durante tres años había oído rumores de que trabajaban frenéticamente en sus forjas. Las comitivas de capuchones multicolores habían sido sustituidas por caravanas nocturnas en los caminos. La venta de barriles de cerveza se había reducido drásticamente. Y ya no vendían herramientas de labranza ni cacharros de cocina. Sin embargo, Wueden Thall estaba contenta: los Enanos habían comprado diez carros de comida y suministros, que encargaron el año anterior sin regatear siquiera el precio. Ahora podía ver para qué los querían.

Virfir, el único que ostentaba un medallón de oro sobre el pecho, estaba hablando ahora:

- Esperamos que todo haya salido como convenimos. Hace una semana llegaron nuestros mensajeros con el pago y nos dijeron que todo era satisfactorio.

-Efectivamente, oh Virfir, los carros están dispuestos. Son grandes, resistentes y manejables y los caballos son los más fuertes a lo largo del Río Gris. Para llenarlos hemos tenido que negociar con nuestros parientes de otras ciudades, y todos nos preguntaban extrañados que para qué queríamos tanta comida. Y ahora que lo comprendemos os preguntamos: ¿a donde os dirigís, pertrechados como estáis para la guerra?

- Eso nos lo diréis vosotros -respondió Hárrfíli con una sonrisa inquietante.

- Vamos al Monte de Aurth -dijo Svíarr. -Ha empezado la guerra con los Orcos.

El consejo de la ciudad estalló en comentarios:

- ¿Qué? ¡Si los Orcos de Aurth saben que les hemos ayudado caerán sobre nosotros!

- ¡Aurth es inexpugnable!

- ¡Tendrían que habernos avisado antes de pedirnos nuestra ayuda!

- ¡Primero les barrerán a ellos y después a nosotros! Os dije que no aceptárais el trato.  

- ¡No les dejéis ir!

- Quizá aún podamos mandar a las mujeres a Thanig Thall y pedir que nos manden sus guerreros.

Svíarr levantó los brazos y habló con voz fuerte:

- No tenéis elección. Asaltaremos Aurth y exterminaremos a los Orcos. Pero será mejor que nos digáis todo lo que sepáis sobre los accesos a sus túneles. Pensamos bloquear todas las salidas, para que no puedan salir a saquear vuestros campos.

- ¡Eso es imposible! ¿Quién sabe por dónde entran y salen? El monte está agujereado. Es como un gigantesco hormiguero, un criadero de Orcos. Podría haber diez por cada uno de vosotros.

- Sólo hay cinco mil, la mayoría vulgares larvas de montaña -dijo el joven Bítr con tono desdeñoso.

- ¿Cómo estáis tan seguros? - preguntó Valfgrar. -¿Cómo podéis saber lo que encontraréis en Aurth? ¿Cómo esperáis que pensemos que vosotros nos protejeréis de cinco mil Orcos que lucharán en su terreno?

El viejo Falr dio un paso hacia los Hombres y alzó su mirada del suelo:

- Creo que no nos entendemos bien, Hombre del Norte. Estamos en guerra. Llevamos tres años preparándonos, tres años espiando a los Orcos, de Gundabad a los Campos Gladios. No sólo nosotros, los mineros de las Montañas Grises, sino todos las Casas de los Enanos, se han puesto ya en marcha. Vosotros os encontráis en medio de una guerra que no queríais pero que ningún poder del mundo podrá detener. Es una guerra de la que no sabéis nada: se librará bajo tierra, en sitios oscuros que asustan a los Hombres, en túneles laberínticos y grutas ignotas. Sólo hay algo que podáis hacer para evitar el mal, y es decirnos todo lo que sabéis sobre los accesos a los túneles del Monte Aurth. Si dejamos una salida sin cubrir, los Orcos podrían hacer una incursión a nuestra retaguardia o atacaros a vosotros. Nuestra seguridad es la vuestra.

Valfgrar clavó sus ojos en los del encorvado Enano. El norteño era considerado un anciano por su gente, y sin embargo, al mirar aquellos ojos, se sintió joven. Había en aquella mirada cientos de años de recuerdos, varios exilios, familiares asesinados, años de desprecio por los Hombres, que aparecían y desaparecían del mundo con tanta fugacidad como futiles eran sus obras. Pero, sobre todo, brillaba en ellos el fuego terrible de una rabia acumulada durante generaciones, un odio atávico de raíces casi olvidadas, una furia racial que le asustó. Y Valfgrar asintió lentamente con la cabeza.

- Os dejaremos un guía -dijo.

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