Todos escucharon mientras la voz clara de Elrond hablaba de Sauron y los Anillos de Poder y de cuando fueron forjados en la Segunda Edad del Mundo, mucho tiempo atrás. Algunos conocían una parte de la historia, pero nadie del principio al fin, y muchos ojos se volvieron a Elrond con miedo y asombro mientras les hablaba de los herreros elfos de Eregion y de la amistad que tenían con las gentes de Moria y de cómo deseaban conocerlo todo y de cómo esta inquietud los hizo caer en manos de Sauron.

La invasión del oeste [Partida de Vampiro: Edad Oscura]

Iniciado por Khuzukh, 30 de Agosto, 2006, 01:58:27

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Khuzukh

Ésta es una partida de rol por msn que estamos jugando, y la publico por si alguien no tiene mejor cosa que hacer:

Prólogo
El salón estaba en tenue oscuridad. Tenue, pues la luna estaba a unos pocos días de su máxima extensión. Oscuridad, pues en el hueco de la chimenea no había siquiera brasas, y ni la menor vela o candil iluminaba la estancia; sus moradores no gustaban de fuego de ningún tipo, y prescindían de él siempre que les era posible. Esto era a menudo, pues los demonios gozaban, como todos los de su estirpe, de una buena visión nocturna -absolutamente necesaria-
En el centro, sobre una alfombra confeccionada con la piel de un enorme oso negro, había dos sillones enfrentados. Entre ellos una mesa, y en la mesa un tablero de ajedrez con las piezas desplegadas. Los dos jugadores permanecían completamente reclinados, llegando hasta las piezas sin problemas unos inhumanos antebrazos, de al menos dos o tres metros de longitud. Los semblantes eran serios, concentrados en el juego que los ocupaba.
-Señor Kruromich -exclamó una deferente voz, cuyo propietario había entrado unos segundos antes en la fría estancia haciendo crujir la vieja puerta de madera- traigo noticias
Uno de los que ya estaban allí dejó la pieza que en ese momento estaba moviendo -en el lugar que había escogido- y giró la cabeza hacia su fiel sirviente, que tenía a un lado
-Se trata de...?
-Así es, señor -contestó presto el recién llegado- Ianoslav pronto conseguirá la sangre de hada en la forma correcta. Habló de treinta días...
-Treinta días... excelente -contestó complacido el señor Tzimisce, tras meditarlo un instante- justo lo que nos llevará llegar allí... -su tono se volvió imperante- ordena al ejército pertrecharse! partimos mañana con la puesta del sol
-Sin mas demora, mi señor -contestó el criado mientras se retiraba
El Demonio volvió su atención a la partida
-Jaque mate -le informó con una satisfecha sonrisa su contrincante
-Veo que nunca podré superar a mi chiquillo en esto... -no parecía enfadado, más bien orgulloso. Aunque el que fuera su chiquillo era ahora un poderoso señor del Voivodato vecino, él gustaba llamarlo así. En el fondo lo era- bueno, viendo que en esto, por mucho que lo intente, no llegaré a ganar, salgamos de caza... en eso al menos te supero -dijo con siniestra sonrisa, mientras ponía la palma izquierda sobre la mano derecha (aquella que iba unida al antinatural antebrazo) y "comprimía" el hueso, retornándolo a su extensión original
-Ciertamente... -contestó el chiquillo, haciendo el mismo gesto
Acto seguido, se levantaron y dejaron la estancia. La luna iluminaba un tablero de ajedrez con las piezas dispersas, en el que las propias piezas blancas impedían al rey escapar del aciago destino que la torre y la reina negras le tenían deparado.
diós, adiós, amigo. Nunca más nos traerá el sol noticia de tu gloria, ni la hierba podrá narrarnos tus pisadas, ni el arroyo la historia de tu corazón. Adiós, amigo. Ten por seguro que volaremos allí donde exista un recuerdo para ti

Khuzukh

Capítulo I: Heringsdorf
Era la fría hora que precede al alba, cuando apenas el rubor rosado se aprecia en el este, y el mundo yace en blando silencio, amortajado de grises. El primer galló cantó, llamando al día, y las criaturas de la noche rezagadas se aprestaron a volver a sus refugios. Pasó poco menos de una hora, y ya la luz se hacía patente, sin asomar aún el sol, cuando las gentes comenzaron a dejar el calor de sus casas, rompiendo la escarcha que enmarcaba sus puertas. Los primeros en comenzar la jornada eran hombres pertrechados con anchas palas, que envueltos en gruesos abrigos, varias prendas de piel, retiraban la nieve a los lados de las seis tortuosas calles principales que surcaban la parte popular de la ciudad. Los que tenían la mala suerte de tener que atravesar en su paso otras callejas -la práctica totalidad-, no les quedaba otra que hundir sus pies en la capa de nieve que les llegaba a las rodillas, que ponía a prueba el aislamiento de las botas mejor confeccionadas. La gente estaba acostumbrada. Era el invierno, ni más duro ni más benigno que los otros que año tras año azotaban la septentrional y costera ciudad de Heringsdorf.
Era una gran ciudad, en este año 1230 de nuestro señor. Próspera, gracias a los beneficios que el comercio hanseático proporcionaba, y en continuo aumento: a primera hora de la mañana ya podía escucharse el repiquiteo constante de los martillos de afanosos albañiles y carpinteros. En la playa, al lado de un muelle que aún no mostraba excesiva vejez, se situaba un astillero, con sus caparazones de barcos a medio formar varados en el arenal, que atraía a muchos trabajadores, que en ese momento limpiaban de nieve las partes a trabajar. La ciudad en sí misma era un bullicio de comercios de artesanos, que con llamativos carteles anuncaiaban sus mercancías, mientras los aprendices descargaban los materiales adecuos a cada oficio de pesados carros tirados por dos mulas, provinientes de lugares circundantes a la ciudad o de los almacenes de los comerciantes, cerca del puerto, donde los ricos -y no tan ricos- burgueses almacenaban sus mercancías para lucrarse jugando con los cambios de la demanda.
La plaza del mercado bullía de gente, y los más variopintos puestos, ordenados según la clase del comprador, que atraían a la multitud. En una esquina, donde la nieve se había derretido formando un lodazal, se vendían gorrinos, conejos y gallinas. No lejos de allí un robusto hombre vociferaba precios que no siempre correspondían por igual al tamaño de los fardos de lana que se le entregaban (era de notar como los monjes recibían trato preferente) sin dejar de buscar en una bolsa y sacar monedas de diversas formas: florines, peniques, alguna libra, si el fardo era grande suficiente... En otros sitios mejor situados, orfebres de rostro bonachón y judíos de mirada aguileña ofrecían joyas y chucherías diversas, algunas más auténticas que otras. Bien situado, un herrero trabajaba allí mismo sin un minuto de descanso en la forja de hoces, horquillas, rastrillos, mazas, cuchillos y demás armas y aperos, ayudado por dos de sus aprendices mientras un tercero despachaba a los clientes que venían sin tregua, tomando pedidos y entregando las herramientas que había en un ordenado montón, y entregando algunas recién terminadas, aún calientes.
Lejos del bullicio, en la parte oeste y suroeste de la ciudad (la zona de los más adinerados, hacia el este, salvo alguna excepción, las casas y habitantes ganaban en miseria) dos colinas levantaban su cabeza sobre las apretujadas casas. En la más septentrional de ellas se alzaba una pequña pero esbelta catedral de estilo gótico, con torres aguzadas que querían tocar el cielo, donde las campanas marcaban el paso del tiempo. Bajando por la colina, en diversos edificios bajos y con pocas ventanas, se situaba el monasterio con sus muchas dependencias forzadas a no pertenecer al mismo edificio, por la naturaleza en pendiente del lugar. Allí los humildes monjes, enfundados en sus hábitos de tela de saco, llevaban una vida de honrar a dios, trabajar y conservar el saber de la época, educando a los niños interesados en una fracción de ese saber, y administraban las propiedades de la iglesia de aquella zona.
En la colina del sur e inmediaciones, guardada por una segunda muralla, a parte de la que envolvía toda la ciudad -excluyendo los barrios más marginales que se habían construido extramuros- se encontraban la mayoría de las casas nobles, y en la cima de la colina, un castillo, lo que hacía una tercera muralla para quien quisiese llegar a la torre del homenaje, un alto pináculo cuadrado de piedra, sin más ventanas que estrechos miradores, en verdad inexpugnable para quien no pudiera tirarla abajo -difícil tarea-. Allí vivía el señor de la ciudad y las tierras circundantes, Wilrod Windesburg. No era mal señor, y gobernaba con bastante benevolencia y deferencia hacia sus súbditos, aunque también sabía cuidar bien de su poder, y no vacilaba en aplicar la mano dura para quien, según él, la merecía. Buena prueba de eso se vio esa tarde, cuando la plaza de mercado se libró de su bullicio, y ya se hubieron retirado los puestos; entonces la multitud se reunió para un fin bien distinto: contemplar como el verdugo, cubierto por un capuchón negro, bajaba su hacha hasta hundirla fuertemente en el tocón de madera, habiendo antes cruzado el cuello de Hans, un importante vasallo acusado de sedicia y traición -por mucho que él lo negara-

Ya la cabeza del pobre Hans había sido recogida, igual que su cuerpo y el patíbulo, y la nive cubría el último rastro de lo que había acaecido: la sangre derramada por el suelo. El sol se había puesto, y la luz enmepezaba a morir, pues la luna apenas medio creciente no daba mucha. La noche empezaba.
La mayoría de la gente volvía a sus casas tras terminar el duro trabajo, y cerraban bien sus puertas, tanto al frío como a las tenebrosas leyendas de la noche. Aún así muchos aún desafiaban a las segundas, yendo a las tabernas (donde estaban al resguardo del primero) a beber y celebrar quién sabe qué de sus miserables vidas, o a jugarse las ganancias del día en complejas partidas de dados, donde trucos y trampas eran bastante comunes, para desgracia de los infelices honrados. Aún así, cuando uno de estos era descubierto, muchos se alegraban de no hacerlo.
Todos ellos eran ignorantes de lo que de verdad eran: presas. Los cazadores, no estaban vivos. Aunque todos sabían dónde cazar y cómo cazar. Sencillamente, había dos zonas: una rica, la otra pobre. En la rica estaba terminantemente prohibido hacerlo, en la pobre no, siempre y cuando la víctima no pereciese en la alimentación; para eso había que salir extramuros, a la zona más mísera, donde la vida de una persona valía bastante menos que un mendrugo de pan. Incumpir esto acarreaba la muerte definitiva, y Fréderic Hefferson, el príncipe, aplicaba con dureza esta ley. Había, además, dominios personales, concedidos por el señor a sus más fieles vasallos. Entrar en ellos sin ser invitado daba derecho al propietario a hacer cualquier cosa que desease para expulsarlo, además de una denuncia al príncipe. Cazar en ellos no estaba muy lejos de estar muerto.
Había además una posada especial, habilitada por el propio señor cainita, donde los sobrenaturales visitantes a la ciudad podían encontrar refugio al sol y presas. La norma de siempre: no levantar ninguna sospecha. Ésta y las demás normas las conocía todo vampiro de la ciudad, y el recién llegado debía siempre presentarse al senescal del príncipe, para control de éste, donde se le explicaban además las mentadas normas
El que había organizado de esta forma la sociedad en su ciudad, siguiendo el patrón de muchas otras, no era otro que el príncipe, Fréderic Hefferson, del que Windesburg no era más que un títere que seguía sus deseos a la luz del día. Era un antiguo Toreador, del que sólo cuatro ancestros lo separaban de caín, benevolente con sus súbditos, pero duro con sus enemigos (cualificativos aplicados, cómo no, a su títere). No de otro modo podría haber conservado el poder en un territorio de codiciosos Ventrue como eran los Feudos de la Cruz Negra, sino gracias a un gran apoyo de los súbditos, gran inteligencia para los negocios -el dinero es buena parte del poder- y otros tratos, y una demostrada lealtad hacia el Alto Señor Hardestadr, que le grangeaba el apoyo de éste. Además, la ciudad había prosperado mucho bajo su mando, siendo muy embellecida con decorosos edificios, y en ella el nivel de vida era mayor que en muchas otras ciudades de la región, gobernadas por ambiciosos Caudillos. Paradójicamente, esto provocaba envidia en estos últimos...
diós, adiós, amigo. Nunca más nos traerá el sol noticia de tu gloria, ni la hierba podrá narrarnos tus pisadas, ni el arroyo la historia de tu corazón. Adiós, amigo. Ten por seguro que volaremos allí donde exista un recuerdo para ti