Todos escucharon mientras la voz clara de Elrond hablaba de Sauron y los Anillos de Poder y de cuando fueron forjados en la Segunda Edad del Mundo, mucho tiempo atrás. Algunos conocían una parte de la historia, pero nadie del principio al fin, y muchos ojos se volvieron a Elrond con miedo y asombro mientras les hablaba de los herreros elfos de Eregion y de la amistad que tenían con las gentes de Moria y de cómo deseaban conocerlo todo y de cómo esta inquietud los hizo caer en manos de Sauron.

El Poder de la Sangre: el Despertar (fantasía épica)

Iniciado por Zeildoux, 22 de Noviembre, 2014, 14:18:55

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Zeildoux


Saludos compañeros foriles, ante todos ustedes tengo el honor de presentarles mi obra. La Saga El Poder de la Sangre, nace como contrapunto al "buenismo absurdo" que se ha instalado en el mundo de la literatura fantástica.

Blog: http://el-poderdelasangre.blogspot.com.es/



"En un mundo desolado por el caos y la destrucción, por guerras inmensurables, con una sociedad decrépita y unos dirigentes corruptos, un solitario cazador es llamado a ser el adalid de una nueva era. Una aventura épica repleta de batallas y magia, en la que se confunden el bien y el mal y el orden impuesto se ve trastocado por la afilada hacha de Kerron, el Cazador, y la búsqueda de su propio destino"
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EL PODER DE LA SANGRE: PRÓLOGO




El día amaneció gris, la oscuridad había arrebatado su lugar en el firmamento a Dragh y el manto de Nolt cubría todo el territorio de Keltnar. En el cielo se adivinaban malos presagios. Era todavía la época de sumanios y el viento barría con su frío invernal las escasas hojas que aún se negaban a ser arrancadas de los árboles, e intentaban impedir con su fútil empeño que la vida siguiera su curso. Todo permanecía en silencio a excepción de Heol que, obcecado en mecer con su glacial aliento las ramas de los desnudos robles y de un grupo reducido de viejos y sabios castaños centenarios, anclados férreamente a la tierra, —la misma que pisaban desde tiempos inmemoriales—, conseguía marcar con el continuo ritmo de sus alaridos un siniestro baile, para festejar la victoria de la muerte sobre la vida.


La mayoría de los animales que habitaban en aquel profundo y espeso bosque, ya fueran grandes y solitarios osos, feroces clanes de lobos, gráciles pero majestuosos ciervos o incluso las alimañas más pequeñas y escurridizas; se habían refugiado en sus madrigueras, ocultos hasta que pasara la tormenta, conscientes de que se avecinaban tiempos difíciles, tiempos en los que sólo los más fuertes y aptos sobrevivirían, mientras que los débiles y enfermos sucumbirían al proceso eugenésico de la madre Tierra.


  Ellos lo sabían. La naturaleza les había dotado de un sexto sentido y en aquellos momentos debían resistir estoicamente al asedio de los elementos. Incluso dentro de las entrañas de Bjanar su propio aliento les congelaba, como consecuencia de la fuerte ventisca que no cesaba en el exterior, cegando a todo aquel lo suficientemente insensato como para atreverse a salir y hacerle frente.


La vida en Keltnar siempre había sido así de dura, incluso antes del tiempo de los hombres. En esta implacable tierra no había lugar alguno para los mediocres y endebles. La dureza de Bjanar servía para purificar el mundo de aquellos que no merecían o no se habían ganado el honor de vivir en ella y disfrutar de sus dones. Con el devenir de las eras, la delgada línea que antaño separaba la locura de la razón, la vida de la muerte, a los vivos de los eternos, se estaba volviendo cada vez más difusa y endeble. Lo peor de ambos mundos se mezclaba impunemente en un único y destructivo ser, que no dejaba de parir criaturas corruptas y grotescas que prosperaban vorazmente en el pestilente fango de la cobardía y la traición.


En este mundo devastado, mantener la paz resultaba una tarea casi épica. Luchar, pelear por lo propio; en definitiva: sobrevivir. En Keltnar si no te comportabas como un cazador, eras "la presa". El fuerte siempre se ha beneficiado de la caída del débil y en esta nueva era del caos que se avecinaba, esta gran verdad natural iba a resultar mucho más que cierta.


La Saga El Poder de la Sangre nace como contrapunto al "buenismo absurdo" que se ha instalado en el mundo de la literatura fantástica.

Zeildoux


EL PODER DE LA SANGRE: EL DESPERTAR - CAPITULO I

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Todo estaba previsto para que fuese un día memorable. El viejo guía había muerto y, de sus cenizas, la inmortalidad de la corona les daría un nuevo líder que los conduciría a la gloria. El seco calor del desierto ahogaba la respiración, pero nadie se quería perder el espectáculo. La noticia de la coronación del nuevo Dras había corrido como la pólvora. Una minoría se encontraba allí por la obligación de jurar lealtad al nuevo jefe del imperio tuarnak, pero la mayoría se encontraban reunidos por su adicción a la violencia.
 La muchedumbre se apelotonaba de pie en las gradas del estadio de piedra, esperando ansiosa a que dieran comienzo las ejecuciones. La sangre teñía la arena del recinto. Bestias y humanos yacían juntos, despedazados como ofrenda a los dioses, pero también como advertencia para todo el que quisiese desafiar los designios del joven Dras. Las crucifixiones de reos y las decapitaciones públicas tampoco faltaron ese día, pero el momento estelar de la tarde aún estaba por llegar. Cuando los prisioneros salieron a la arena, atravesando los barrotes metálicos de la puerta principal que los mantenía enjaulados, el graderío estalló y el ambiente festivo se tornó en un aquelarre despiadado y salvaje. Los pobres desafortunados recibían toda clase de gritos e insultos por parte del público. Avanzaban cabizbajos, temerosos y confusos en medio de la enloquecida maraña humana que los rodeaba clamando oler la sangre, su sangre.
 Los cuernos de toro sonaron a todo volumen, anunciando que la batalla iba a comenzar. Un individuo de tez parduzca y aire clerical arropado por una ligera túnica blanca se subió al atril situado a la derecha de la tribuna para exclamar con voz sádica y lisonjera:
—En vida no fuisteis útiles para el imperio del todopoderoso Dras. Que la muerte sirva al menos para resarciros de vuestra inutilidad como siervos. Uno de estos gusanos saldrá hoy con vida gracias a la inmensa caridad de nuestro líder; el resto serán comida para los buitres. ¡Muerte! —exclamó el sacerdote, alzando las manos a los cielos en señal de sumisión a los dioses.
 La plebe, incitada por el religioso, no dejaba de corear una y otra vez la palabra "muerte". Entonces, uno de los hombres, de piel negra y vestido únicamente con un taparrabos de cuero, se abalanzó sobre sus nuevos adversarios y ensartó su tridente en el estómago de uno de ellos.
  Mientras tanto, en la tribuna principal, bajo el toldo anaranjado que los protegía del inclemente sol del desierto, numerosos mandatarios venidos de todo Afkrun ocupaban sus asientos. Los pálidos rostros de los representantes enviados por algunos señores de los pueblos libres de Aryn para rendir vasallaje al nuevo mesías, aportaban un toque diferente al conjunto. Bajo la atenta mirada de dos guardias tuarnaks, una sigilosa sombra se coló dentro, revestida por el manto de Nolt. Uno de ellos intentó frenar a la figura asiéndola con su fornida mano por el brazo; al tocarla sintió como el fuego de mil soles le abrasaba la piel hasta que de su brazo no quedó más que un muñón quemado.
—¡¡Aaagh!! ¡Mi mano! ¡¡Aaagh!!
 Los alaridos desgarradores del guardia inquietaron a los nobles. El otro centinela se acercó a su compañero y le seccionó la garganta de un solo tajo para poner punto y final al macabro espectáculo. El alboroto atrajo la atención de otros dos soldados, que entraron raudos a la tribuna dispuestos a defender al Dras. Al pasar entre el cortinaje de terciopelo que cubría la entrada, lo único que vieron fue a uno de los suyos yaciendo inerte en un charco de sangre. No había nada que decir: cada uno lo agarró de un brazo y lo sacaron a rastras sin importarles lo sucedido.
 El oscuro invitado siguió avanzando hasta situarse al lado izquierdo del trono, desde el cual el nuevo monarca presidía impasible la teatral masacre.
—Disculpa por este pequeño incidente sin importancia. No era mi intención causar tal revuelo, pero el perro se olvidó de que no se puede morder al amo. Bueno, pasemos a cosas más importantes. Siento la muerte de tu padre, aunque no es momento de lamentaciones. Tengo algo que proponerte. Keltnar se halla sumido en las tinieblas. La tensión por el poder está a punto de hacer añicos el mundo conocido. La batalla final se acerca, viejos y nuevos males reviven. Los aliados ahora son rivales y los viejos enemigos buscan regresar para cobrar su tributo de venganza. En este mundo desgarrado, los dos tenemos mucho que ganar, Dras Sammi. Escúchame y tú mismo decidirás qué es lo que más te conviene. Es una ocasión que no debes dejar pasar, así que pon atención a lo que vengo a proponerte...


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La Saga El Poder de la Sangre nace como contrapunto al "buenismo absurdo" que se ha instalado en el mundo de la literatura fantástica.

Zeildoux


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El frío que reinaba en la gruta hizo que Kerron se despertara de su largo sopor. El día anterior la hora de Nolt le había sobrevenido mientras buscaba, en vano, algún animal para cazar y poder alimentarse. Además, era tiempo de sumanios y la gente necesitaba abrigo. Si hubiera conseguido atrapar una buena pieza, podría haber aprovechado su piel para venderla en el mercado de cualquier aldea y ganar unas cuantas monedas.
   La vida de un ermitaño solitario, como la que llevaba Kerron, sólo podía vivirla y resistirla un hombre tan especial como él. Vagaba sin rumbo por los caminos de Keltnar en busca del mejor postor para sus mercancías. En algunas ocasiones incluso se encargaba de "trabajos especiales" que únicamente alguien sin nada que perder se atrevería a realizar. Había atravesado el árido desierto de Daldran, donde los rayos de Dragh azotaban tan implacablemente que la vida se hacía más que imposible; para llegar a los verdes valles de Helbon. Al contrario que en el infierno de Daldran, en Helbon la vida florecía por doquier, refrescada por las cristalinas aguas de los ríos que fluían serpenteantes por la cáscara de Bjanar. Escalar las escarpadas montañas de Umbor, donde aún habitaban los pueblos primigenios en un último intento por aislarse de cualquier contacto, no le había supuesto inconveniente alguno. En una ocasión incluso llegó a traspasar las fronteras de Keltnar, adentrándose en el territorio de los belsiscos para llegar al abismo del mar de Norbog, el cual hasta el momento servía de barrera entre el gran y antiguo continente de Aryn y las sombrías gentes procedentes de Afkrun.
   La perdida cueva en la que se encontraba se le había aparecido ante sus cansados ojos el día anterior, escondida y olvidada en medio de la impenetrable maleza que crecía indomable: era como si los Eternos del Destino se hubieran propuesto que la encontrase. Aquella caverna poseía un aura mágica, casi ancestral. Por una noche aquel exótico lugar pasó a convertirse en su único y verdadero hogar, ese hogar que nunca tuvo ni recordó tener.
  Kerron se fue incorporando lentamente. El paso de los años le pesaba tanto que cada gesto suponía un gran esfuerzo. Tenía la mirada perdida, fijada en ninguna parte y a la vez controlando todo a su alrededor. El mundo era ahora mucho más peligroso, incluso para alguien tan experimentado como él. Desde la llegada de las hordas de salvajes procedentes de Afkrun, Keltnar se encontraba sumido en el caos más absoluto. Los tuarnak: así se hacían llamar esas gentes del sur que Kerron tanto despreciaba por lo que significaban: guerra, odio, mezcla, traición, violación, destrucción, muerte...
  Para el Cazador no existía duda alguna con respecto a ellos: eran aliados de las fuerzas del mal, hijos del dios caído Shikan. Si nadie lo impedía, tarde o temprano el apocalipsis tuarnak destruiría para siempre los reinos de la tierra de Aryn y sembraría el manto de Bjanar con sus cadáveres.
   Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, como un relámpago estremeciendo su alma, cuando notó que el aliento de una voz espectral, procedente de ninguna parte, le llamaba.


"Abre los ojos Cazador y ve lo que a simple vista te es negado. Deja que la sangre te guíe"


  Kerron no salía de su desconcierto. ¿De dónde provenía la voz que acababa de escuchar? Sin previo aviso, casi sin darle tiempo a pensar en lo sucedido, una sorprendente visión apareció ante él. La tenue llama que surgía de los rescoldos de la hoguera, en un último intento por no apagarse para siempre y fundirse así con el entorno frío y hostil, le mostró aquello que le había permanecido oculto desde su llegada. No podía apartar la mirada. La misteriosa aparición que tomaba forma frente a él le atrapaba. Hipnotizado por los misterios que surgían a su alrededor, se sumió en un profundo trance del que no podía ni quería despertarse. No supo cuánto tiempo permaneció perdido en el abismo de la oscuridad sin prestar atención a nada salvo a la pared rocosa en la que se encontraba el origen de su ensimismamiento. Pero el mismo resplandor procedente de la ya casi extinta hoguera, que le había entregado con su tenue brillo a los brazos de Drenfal, le devolvió a la realidad. Permaneció impasible por unos instantes tras su regreso al mundo de la conciencia de los vivos. Su porte rígido, casi pétreo, no transmitía vida alguna, a pesar del conflicto interior que estaba viviendo. Las preguntas se agolpaban en su interior. Por más que lo intentaba, no encontraba modo alguno de averiguar lo que allí estaba pasando ni qué sentido tenían la enigmática voz y los símbolos que aparecían impresos como un tatuaje, en el cuerpo rocoso de Ebolus.
  Como un juguete roto por los dioses, lo que estaba viviendo era una carga demasiado pesada para su frágil conciencia humana. Cuando al fin se recompuso, con la voz aún agarrotada y haciendo acopio de toda su fuerza, alcanzó a decir:
—Crueles y caprichosos Eternos que habitáis en esta tierra, ¿qué queréis de mí? ¿Por qué tu gran padre Barlow, conocedor de todos los misterios, ha querido revelarme ahora los secretos que con su manto de tinieblas, Bahenaz guardaba tan celosamente en esta cueva? ¿Acaso tu morada y la de los tuyos se encuentra aquí en las profundidades de Bjanar y no en la inmensidad del firmamento estrellado?
  Sólo obtuvo el silencio por respuesta, como siempre le ocurría cada vez que intentaba, en vano, que sus súplicas fueran escuchadas por ellos. La ira fue creciendo por momentos en su interior.
—¿Estáis demasiado ocupados como para atender las peticiones de vuestro pueblo? —gritó Kerron—. ¿Os creéis mejores que nosotros? ¿Pretendéis que actúe como un perro del destino y recoja el hueso del enigma que me habéis lanzado en esta cueva?
  El mero hecho de verse en su mente dibujado como un siervo a las órdenes de su amo encendió, aún más si cabe, la llama destructora que guardan en su interior todos los hombres. La rabia primitiva que no entiende de razones se apoderó de él. Por alguna extraña razón, no podía permitirse volver a ser un esclavo, pero ¿cuándo había sido él uno? ¿Quizás el sentimiento de rebelión que lo embriagaba era producto de una vida anterior?
  Daba igual. Estaba cansado de la lejanía de sus deidades. Furioso ante este nuevo desplante divino que sentía que acaba de recibir y preso de su propia cólera, estiró su brazo derecho hasta alcanzar la pesada hacha de doble filo que siempre llevaba sujeta a la espalda y la desenfundó. Cual mundano dios de la guerra, Kerron alzó su pesada arma, listo para cargar.
—Si vosotros, Eternos de las profundidades, no queréis desvelarme vuestros secretos, yo mismo tendré que arrancárselos a vuestro hermano Ebolus a golpe de hacha.
  Según terminó de proferir su amenaza, se lanzó contra la pared de roca que tenía enfrente y descargó toda su rabia y frustración con el hacha una y otra vez. Cada golpe que propinaba sobre el pellejo de su enemigo de roca hacía saltar multitud de chispas que iluminaban toda la cueva, logrando que por unos instantes pareciera que el mismísimo Dragh se hubiera colado en la estancia.
—¿Por qué? ¿Por qué a mí? —clamaba sin dejar de golpear—, ¿qué queréis que haga? ¿Por qué esos extraños símbolos tatuados en la fría tez de Ebolus me resultan tan familiares?
   ¿Familiares? ¿Cómo podía ser así si no había conocido familia alguna en su vida?
—Ebolus, dueño y señor de cada pedrusco de esta cueva, escucha a tu hijo que te implora buscando una respuesta al secreto que en tu pétrea carne llevas grabado. Dime sin más qué es lo que pretendes decirme.
  De nuevo obtuvo la nada por réplica. Las gotas de sudor bautizaban su rostro y empapaban su espesa barba negruzca; a causa del titánico esfuerzo realizado. Las azuladas venas se marcaban por la tensión del momento vivido. La sangre le fluía como un río desbocado. El corazón le latía sin control, parecía que le fuera a estallar de un momento a otro. Y de golpe, silencio.
  Kerron permanecía inmóvil contemplando los fragmentos desprendidos de la pared. Con el paso de los minutos, la presión acumulada se fue evaporando en la helada estancia, igual que se evaporan las pequeñas gotas de rocío con la llegada del astro rey. Su mano derecha, que hasta hace unos instantes se alzaba amenazante contra su rival de las profundidades, fue relajándose poco a poco; y el hacha que portaba se le fue escapando de entre los dedos. De una manera lenta pero continua, había logrado librarse del grillete de carne y hueso que suponía la gran mano de Kerron, para entregarse en una breve caída hacia el abismo que la separaba del suelo. Durante unos preciados instantes, el tiempo se negó a avanzar. El acero descendía grácil hacia el seno de Bjanar, pero cuando al final rozó el suelo, toda la humanidad que pudiera contener en su cuerpo de metal provocó que la cueva se inundara de un ruido tosco y mundano, un sonido tan familiar que consiguió devolverlo a la realidad.   Qué cercano sentía el ruido cortante de la afilada hoja del hacha. No, ella era mucho más que un simple objeto para causar dolor: ella era su verdadera familia, al menos la única que conocía. En el fragor de la batalla, incluso en las situaciones más peligrosas, sabía que siempre podía contar con su fiel amiga. Ella nunca lo había abandonado.
   Miró confuso a su alrededor en busca de una explicación a lo que acababa de suceder. Se encontraba solo, perdido en la inmensidad de la gruta. En esos momentos le embargaba el mismo sentimiento de vacío que le había acompañado a lo largo de toda su existencia. Como un vagabundo terrenal, sin patria ni señor, sin familia ni nadie que lo recordara el día que abandonara su cáscara corporal, para dirigirse, como todos los desheredados, al reino de Airne. Por unos instantes, la oscuridad de Bahenaz se apoderó de su interior. Los dolorosos recuerdos afloraban por doquier y en ellos resurgían, una y otra vez, la misma imagen y la misma idea:


"No pertenecer a nadie, ni sentirse parte de nada"


  Pero, sin darse cuenta, algo mudó en su interior cuando el tiempo de Nolt fue sustituido por la hora de Dragh, al escuchar que alguien le llamaba:


"Las respuestas están ahí, Cazador, sólo tienes que formularte las preguntas adecuadas"

  Dirigió su mirada hacia el montón de rocas sueltas que se habían desprendido de la pared y que ahora se apiñaban en el suelo de la cueva. Ante los ojos de cualquier profano que las observara, sólo serían un montón de guijarros agrupados sin orden alguno, pero él no era como cualquier hombre: Kerron sabía mirar más allá. Entre toda la pila de pedruscos desgajados, había uno que captó especialmente su atención. El solitario símbolo que en él aparecía grabado le resultaba casualmente conocido, casi podía afirmar que cuando lo contempló por primera vez fue en su visión inconsciente, la misma que le impulsó a intentar destruirlo. Lo más sorprendente era que la marca grabada en la roca había logrado permanecer casi intacta a su frenesí devastador.
  Se agachó y estiró el brazo para recogerla; cuando al fin la alcanzó y la tuvo entre sus poderosas manos, pudo percibir una gran verdad. Sintió que, desde su llegada, aquel símbolo impreso en piedra le había estado esperando. Abrió su mano derecha y lo contempló por unos instantes. Ya no podía negarse a participar en el juego que los dioses le habían propuesto: no dependía de él. Con el pequeño trozo de roca aún descansando en la palma, quiso comprobar si la idea que le rondaba por la cabeza desde que lo vio por primera vez era cierta. Fue acercando lentamente su cansado brazo izquierdo hacia la piedra. Giró la muñeca hasta que ésta quedó mirando hacia el techo. Desabrochó el cordón de tela que mantenía atada la muñequera de cuero curtido y sólo entonces pudo confirmar lo que ya se había imaginado: el misterioso grabado que aparecía en el frágil canto rodado que tenía en su otra mano era igual a la cicatriz de su antebrazo izquierdo.
  Kerron tragó saliva en un intento por reunir el valor suficiente para hablar.
—¿Qué significado tiene todo esto? ¿Cómo es que yo, un desterrado, un apátrida, llevo en mi piel la misma efigie que, mucho tiempo atrás, alguien esculpió en la profundidades de Bjanar amparado bajo la protección del reino de las sombras de Bahenaz?
  Sin darle tiempo a continuar con su alegato, una poderosa y atávica fuerza lo inundó todo. Primero sintió una desazón inmensa, pero entonces comenzó a percibir algo distinto. Una tenue oleada de calor fue recorriendo lentamente todos los miembros de su cuerpo. Cuando aquella fuente de energía calorífica llegó a su corazón, una calma absoluta se apoderó de él. Entonces lo tuvo claro: ya sabía qué hacer. Entre él y la imagen existía un lazo de unión que no alcanzaba a comprender, pero intuía que podía ayudarle a averiguar de dónde venía y cuál era su historia
  La andrógina voz le habló de nuevo:


"Kerron es hora de partir, sal y busca tu verdad"


  No sabía qué pensar, la situación le superaba. Existían demasiadas incógnitas para tan pocas respuestas, pero en las profundidades de Bjanar no iba a encontrarlas. Decidió no quedarse parado ni un minuto más. Recogió todas sus pertenencias y se preparó para salir al mundo exterior, no sin antes guardar el pequeño trozo de roca marcado que se había desprendido de la pared. Con sumo cuidado lo metió en una pequeña bolsita de cuero que llevaba colgada del cuello y se dispuso presto a emprender su nueva aventura.
   Al igual que el día anterior se había adentrado en las entrañas de Bjanar para pasar la noche, con la llegada de los primeros rayos de Dragh se dirigió hacia el exterior. Las respuestas le esperaban.
   Kerron el cazador vagaba por los intrincados pasadizos de la cueva en busca de la salida, guiado por su deseo irrefrenable de saber la verdad, su verdad. El trayecto le parecía interminable; no veía el momento de salir al exterior y aspirar una bocanada de aire fresco, puro, libre de la perniciosa atmósfera claustrofóbica instalada en aquel tétrico lugar. Cada paso lo acercaba un poco más a la libertad.
  Aunque estaba exhausto, caminó más deprisa para recorrer los últimos metros que lo separaban de su meta final: la entrada de la cueva. Cuando lo consiguió se sintió satisfecho y dejó que el calor de Dragh lo envolviera con su dorado abrazo. Intentó abrir los ojos, pero el astro rey lo cegó por unos instantes.
—Qué sensación tan confortable —pensó mientras elevaba la mano derecha, repleta de cortes y magulladuras, para ponerla a modo de parapeto encima de los ojos y así poder ver algo—. Ahora sí me siento vivo.
  Tras inspirar hondo, lanzó al aire una ruidosa carcajada que se extendió por todo el bosque gracias al mágico aliento de Heol. Estaba pletórico, hacía mucho tiempo que no se sentía tan feliz. Para alguien tan humilde como él, eran momentos y pequeños detalles como éste los que hacía que mereciera la pena vivir, aunque hubiera que luchar.
  Una vez recobrada la vista, miró a su alrededor y contempló la bella estampa que lo rodeaba. La ventisca del día anterior había teñido el suelo y las copas de los árboles de un inmaculado blanco invernal. Un espeso manto de esponjosa y virginal nieve cubría todo el suelo del bosque. Siguió contemplando el paisaje, feliz por su libertad. Disfrutaba cada segundo, hasta que un ruido le devolvió de vuelta a la realidad.
—¡Grrrrruuu!
—¿Quién llama a estas horas? —pronunció en tono burlón, tronchandose de risa—. Es hora de que parta en busca de respuestas, pero primero he de comer algo y recuperar fuerzas —dijo para sí mismo– .Bueno, manos a la obra.
  Dicho y hecho. Se hizo con todos sus bártulos al hombro y partió en busca de algo que llevarse a la boca. Se había propuesto emprender la marcha sin tan siquiera mirar atrás, pero algo le hizo cambiar de parecer. Tenía curiosidad por saber qué aspecto tendría el portal que conducía al inframundo de Bjanar durante el día.
—Qué descuidado está todo —murmuró.
  Las ramas de los árboles colindantes, despojadas de cualquier rastro de verdor, casi la tapaban por completo. El espeso ramaje de la arboleda que la rodeaba no era el único obstáculo que la enterraba en el mar vegetal. Las zarzas y enredaderas, amas y señoras del enclave, dominaban la pared de roca de la entrada y hacían que a simple vista pareciera mucho más pequeña.
  El cazador observaba fascinado como, bajo el poder de Dragh, ya no parecía la peligrosa caverna de la que casi no había logrado escapar. De todas maneras, la naturalidad de la piedra de la entrada a la gruta poseía una innaturalidad propia que obligaba a desconfiar. Desabrochó los botones de su pesado abrigo de piel de oso y sacó un punzante cuchillo de doble filo, decidido a abrirse paso. A modo de hoz, Kerron utilizó el afilado metal para segar la maleza que recubría la entrada. Era un proceso mucho más laborioso de lo que en un principio le hubiera podido parecer. Los minutos pasaban y el cansancio y el no haber probado bocado le pasaban factura. La hoja de su acero iba y venía danzando por el aire, limpiando las malas hierbas. Terminada la faena, pudo echar un vistazo general a todo el conjunto. Para su sorpresa, observó como la supuesta entrada natural de la cueva estaba constituida en realidad por un gran marco de roca tallada, compuesto por tres colosales losas de piedra que formaban un dolmen milenario. El tamaño de aquellos pedruscos le indicaba que seguramente hicieron falta cientos de hombres para arrastrarlos hasta aquel recóndito paraje. Kerron conocía cada palmo de su querido Keltnar y sabía que ese tipo de canto con el que estaba construida no era de la zona.
—Tal vez podrían haberlos traído de los montes rocosos de Umbor —tanteó con desconcierto—. Sí, de Umbor o de la comarca vecina de Gudrun. Ha debido ser eso, Umbor o Gudrun sin duda —repitió en un intento por convencerse a sí mismo de que lo que decía era cierto.
  En su interior sabía que eso no era posible no sólo por la distancia, sino también por las dimensiones ciclópeas de las tres losas de piedra. Para haber conseguido realizar tal proeza de fuerza, hasta el mismísimo Ebolus tendría que haber participado en su traslado. Además tenían un color un tanto extraño y no recordaba haber visto ninguna cantera donde poder obtener ese tipo de mineral. Pero eso no era lo más desconcertante: las piedras que conformaban la entrada estaban libres de cualquier imperfección, a excepción de una serie de caracteres que le resultaban familiares.
—¡Claro! ¡Los símbolos de la caverna! —exclamó convencido de haber resuelto el misterio.
   Y entre todas esas marcas se encontraba la misma de su antebrazo izquierdo y la del guijarro que llevaba guardado, cuidadosamente, en la bolsita de cuero que le colgaba del cuello. Eso significaba algo importante pero no alcanzaba a entender el qué. Con más preguntas por responder que nunca, Kerron reanudó la marcha y se adentró en la espesura de los dominios de Dreide, el único lugar en el mundo que consideraba su hogar.


La Saga El Poder de la Sangre nace como contrapunto al "buenismo absurdo" que se ha instalado en el mundo de la literatura fantástica.